Isidoro Valcárcel Medina: una mirada única para hallar el sentido común en el arte

Palabras sobre arte conceptual de Pedro Medina Reinón

Foucault admiraba aquellos momentos en los que un autor permanecía en el corazón de una cuestión manteniéndose indefinidamente en su límite. Esa podría ser la disposición que ha caracterizado a Isidoro Valcárcel Medina a lo largo de su carrera, sabiendo cuestionar como pocos los márgenes de lo que consideramos arte. Por ello mismo, su espera “retrospectiva” en el MNCARS en otoño de 2009 despertó gran expectación como oportunidad para contemplar la obra de un artista que siempre ha huido del mercado y pocas veces ha sido “institucionalizado”.

Aun así, hay que reconocer que siempre ha sido accesible, pero matizando que cada obra tiene un tiempo y espacio específico, de ahí la dificultad de una retrospectiva, como ya se intentó con anterioridad en Ir y venir, comisariada por José Díaz Cuyás. En este caso planteó que un acto de memoria basado en la exhibición de obras que ya fueron, además de aburrirle, carecía de sentido. Por lo que era elemental concebir una nueva pieza, que adoptó la forma de miles de fichas en las que definió los conceptos del arte en paralelo a un tiempo y un contratiempo (cómo fue creada la obra y cómo era vista en ese presente) a través de un periplo cambiante entre Barcelona, Murcia y Granada.

Esta idea de viaje-tránsito conlleva otro par necesario: el papel activo del espectador, a pesar de que el mismo Valcárcel Medina defina en ocasiones un “arte de participación pasiva”. Ese momento de enfatización del espectador fue aún más evidente con la deriva de Ir y venir. Coherente con su trayectoria, el artista murciano rechazó las ofertas de compra de la obra. Así, en vez de terminar museizada, esta pieza fue fragmentada y desperdigada entre todos aquellos que se habían interesado por su obra. Sin embargo, es indicador de nuestra miseria que buena parte de Ir y venir no fuera nunca recogida, por lo que su destino final fue ser enterrada, convirtiéndose en una memoria oculta cuya única continuación posible es que inspire otra obra.

Este precedente ya da la medida de una peculiar disposición vital, indicando muchas de sus características clave en la línea de esa “circunstancia” que rigió la exposición en el Reina Sofía. Así, su carácter efímero y contrario al mercado parecen destinarlo a una invisibilidad sobre la que ha surgido su figura como mito; hecho que en buena medida es alimentado por una autorreferencialidad que en el fondo no hace más que reivindicar lo “perogrullesco”, para descubrir realidades que siempre han estado ahí, aunque no fuéramos capaces de reconocerlas.

Otoño de 2009 estuvo marcada por la discontinuidad de unas estaciones o circunstancias, es decir, los acontecimientos se sucedieron a través de todo el otoño, sumergiendo al espectador en una búsqueda que prometía cierta incompletitud. No obstante, todo ello se cifró en una condición: por encima de su fugacidad, emergía una atención al detalle que implicaba una dedicación por parte del espectador, recompensada si respetaba el tiempo de esta exposición.

Un elenco, probablemente parcial, de las “circunstancias” es el siguiente: las visitas a las intervenciones exteriores sobre los edificios del Reina Sofía (Sabatini, Nouvel, Palacio de Cristal y Palacio de Velázquez); libros con minuciosos planos sobre la distribución de la colección; marcapáginas; audioguías; un proyecto para una retrospectiva; una proyección con la que acercarnos al blanco; salas en distintas plantas en las que pueden aparecer elementos inesperados como un reloj o un perfume; carteles sobre bancos advirtiendo “Cuidado con la pintura” en más de un sentido; apertura al público de las carboneras del museo y de la quinta edición de Hecho en casa, exposición protagonizada por los empleados del museo… En suma, toda una serie de propuestas que invitaban a repensar nuestra relación con el arte y, sobre todo, con la institución que lo alberga.

Sin duda, uno de los eventos más señalados se desarrolló únicamente entre los días 1 y 3 de octubre bajo el nombre Proyecto para una retrospectiva. III Centenario de la última exposición en el claustro de la Annunziata de Florencia, al que se accedía a través de la tercera planta del museo, prácticamente vaciada para la ocasión. Se descubría entonces más que una retrospectiva, un particular gabinete de las maravillas con varias de sus obras, finalmente enmarcadas, aunque no como claudicación a la dialéctica museizante de la institución, sino con un sentido: poder rememorar la segunda exposición realizada por el príncipe toscano. Bajo esta atmósfera, se documentan proyectos que no son sino la prueba de un autor que es todo actitud y rigor, sorteando y concediendo al mismo tiempo la idea de retrospectiva.

Esta breve exposición de obras pasadas se entendió, además, dentro de ese proceso de meditación sobre el museo que tiene como pieza más estable una extraordinaria audioguía con los comentarios de Valcárcel Medina, que sigue la nueva ordenación de la colección del Reina Sofía. Esta nueva disposición, principalmente su primera mitad, privilegió una forma didáctica de interpretar la relación que siempre se crea entre la experiencia de una época y los lenguajes que esta genera.

Ello le da motivos al artista para examinar con inquisitiva mirada de experto –y con buenas dosis de poesía y sentido común– un contexto expositivo en transformación, como cuando habla de Chillida aunque el espectador halle su sala cerrada, y una manera de entender y mostrar el arte, reconociendo los aciertos, pero también las dificultades y las ausencias. Aun así, lo que resulta más emocionante es la forma que tiene de estudiar los detalles de las obras, transitando las épocas con advertencias que son fracciones de un ideario: “Cuando la realidad no funciona del todo, siempre hay algo subrepticio que ofrecer”, mientras comparte la fascinación que produce la contemplación de la barandilla de un cuadro o el lugar por el que escapa nuestra humanidad.

Esta es una mirada que implica necesariamente un tempo opuesto al del “vértigo de nuestra civilización”. Solamente así trasciende el detalle y se desvela lo evidente, que, precisamente por serlo, suele ser despreciado, como si no existiera. Cuando eliminamos las obras, aparece otra: el edificio; cuando abrimos la puerta a otros espacios, descubrimos procesos privados del museo; cuando intervenimos en ellos, surge un campo de posibilidades. El problema es que para un público con alma de turista, o para quien no esté dispuesto a amar la vida en el detalle, la exposición pasó desapercibida, no pudiendo recorrer desde otro punto de vista la colección, ni descubrir el eco en el centro de las carboneras.

Por último, es significativo el hecho de haber decidido que no se publicase un catálogo que registrase todo este proceso. La consecuencia es obvia: lo único que quedó es la experiencia del espectador, una imagen residual en la que habrá desaparecido la representación de la realidad objetiva ante la presencia de unas circunstancias que descubren una obra que es única, igual que nuestra vivencia, más allá de cualquier interpretación canónica o pretendida univocidad. Quizás ese sea el legado que quede de Isidoro Valcárcel Medina, alguien capaz de donar una mirada privilegiada sobre el arte.

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